DIA 31: HELIFER, LA AMANTE DEL FUEGO
Muy temprano, al día siguiente, el olor a café pasado y pan recién salido del horno me terminó por despertar. Fue una noche eterna donde varias veces tuve que levantarme de mi cama para ir de aquí por allá buscando algo que me proporcione claridad en mis pensamientos. Me sentía extrañamente melancólico, era esa sensación que te queda después de una despedida de un ser querido, de un hasta luego prolongado y sin aviso de retorno.
En repetidas ocasiones me asomé por la ventana que daba hacia las calles de Forjaz que lucían casi vacías, salvo uno que otro sujeto caminando quién sabe dónde; las viviendas estaban cubiertas por sombras y resplandores de magma lo que hacía una vista algo tétrica para el ojo del visitante.
Ironus ya se encontraba en su taller cuando me aparecí, estaba alistando sus herramientas mientras sacudía el polvo acumulado de ayer. Su rostro sereno contrastaba con su corpulencia avasalladora.
Ni bien me vio llegar me preguntó si estaba seguro lo que iba a realizar, observándome fijamente si mi respuesta iba cargada con algún tipo de turbación. La verdad es que me pasé toda la noche tratando de descifrar qué era lo que me había dicho el otro día, pero no obtuve ninguna respuesta a la misma, solo la certeza de que no contaba con otra alternativa.
Al oír mi respuesta afirmativa se paró delante de mí, estudiando una vez más mi anatomía. Primero mi cabeza, luego mis hombros, brazos, torso, hasta llegar a mis pies. Seguía sin entender qué es lo que pretendía el anciano, sin embargo, tenía que mantenerme firme en mi decisión.
El viejo herrero terminó de examinarme y de inmediato se dirigió al fondo de su taller. No habrá pasado más de un minuto cuando lo veo salir con un bastón un poco más grande que yo, cabeza y media más alta. Era un madero oscuro y áspero al tacto, con una formación natural de un agujero al final de su extremo más grueso.
—Pequeño mago, necesito tu permiso para extraer un poco de tu esencia y colocarla justo en ese pequeño agujero que ves ahí—, me dijo casi con voz compasiva. —Te advierto que es un hechizo peligroso y solo los herreros más hábiles pueden realizarla con suma cautela—, continuó.
Volví a decirle que sí con la cabeza, sintiendo en mi pecho una enorme tristeza desgarradora.
—Bueno, si esa es tu voluntad te voy a pedir que intentes encender esta pequeña piedrita con tu magia. Te adelanto, mi buen amigo, que no será nada sencillo, pues para crear vida se requiere que algo en este plano muera para aparecer en otro; así fue durante milenios, así es, y así será por toda la eternidad. ¡Apunta bien!
Extendió su brazo lo máximo posible para sostener el rústico bastón, amarrando la piedra en el centro de la ranura con finas telas de araña, extremadamente delgadas para el ojo pero sumamente resistentes.
—¡Hey, no te contengas!, gritó para darme valor.
Miré fijamente ese pequeño orificio y acomodé ambas manos hacia mi pecho para comenzar a llenarle de fuego. La piedrita pasó de un ámbar lánguido a una tonalidad rojiza.
—Continúa, gnomo, no te detengas. Ese fuego no basta para encenderla por completo.
Apreté los labios y fruncí las cejas aún más, el sudor empezaba a caer por mi frente y mis brazos empezaban a sentir un ligero cansancio.
—¡Más, más! ¡No basta! ¡Dale más!
Las palmas de mis manos empezaban ya a arderme, pero la piedrita no pasaba del rojizo a rojo vivo. Sentí que mi corazón comenzaba a latir más rápido, mientras que en el interior de mi pecho un frío intenso me invadía; pensé que dentro de poco me iba a desvanecer. Mis ojos comenzaban a cerrarse y mi cabeza se inclinaba de cuando en cuando hacia el suelo.
Alcé la vista y noté que el bastón estaba suspendido en el aire. Los delgados hilos de araña habían desaparecido por el intenso calor y la piedra también flotaba en el interior del agujero. No lo podía creer. ¡La piedra emanaba un brillo enceguecedor!
Apartado unos pasos estaba Ironus con una comba y un cincel.
—¡Hijo de Azeroth, quiero que descargues todo tu fuego interior en esa diminuta piedra! ¡Es tu corazón y está gritando por un poco de calor, vamos! —, dijo el anciano herrero sin dejar de mirar por un instante la piedra que ya parecía una mismísima estrella arranchada del firmamento.
Sostuvo con una mano el cincel y con la otra la comba, procediendo a golpear la piedrita; una y otra vez el sonido del metal chocando con la dureza de la materia prima.
—¡Se va a morir, Salchisaurio, dale todo lo que tengas! —, gritó acercándoseme raudamente hasta colocarse a mi costado, muy pegado a mi rostro, gritando con ira “¡vida, vida, vida… dale vida, dale tu vida, maldito gnomo inútil!”.
Un frío gélido se incrustó en mi corazón y por varios segundos, no calculo cuantos, dejó de latir. Mi calor corporal se había ido y estaba aceptando mi triste final, pero increíblemente permanecí como una estatua antes de derrumbarme en el suelo.
La estela de fuego que salía de mis manos había desaparecido y la habitación del herrero volvió a su tranquilidad habitual.
—Bien hecho, muchacho, bien hecho. No vas a morir porque Helifer ahora está contigo.
Petrificado aún, pero con los signos vitales volviendo lentamente, miré al bastón recién hecho. Era hermoso, sumamente hermoso. “Helifer”, ese nombre salió de mi boca y caí tendido, exhausto.